on sábado, 20 de febrero de 2010

Pobreza: ¿Nacer iguales y morir diferentes?

Rodeado de una familia de oro y de una sobrina que ilumina cada paso que doy. Acompañado por decenas de amigos que alivian las cargas y me regalan sonrisas de a montones. Con salud y con lo suficiente en los bolsillos para vivir. Con dos títulos bajo el brazo y la posibilidad de sumar otros. Con un techo que me protege y un lugar que me acoge.

Pero todo es nada si hablo desde ese dolor en el pecho; desde ese lugar en mi corazón que sigue esperando; desde la inexplicable sensación de que nada va a tener sentido hasta que yo no encuentre el sentido.

Es ahí cuando me pregunto por qué nada es suficiente para llenar ese vacío que hace que todo sea hueco. Y aunque sé la respuesta, me miento a mi mismo e intento convencerme de que todavía busco explicaciones. Quizás sea la mejor forma de ganar tiempo, aunque sospecho que -más que en ganar- soy un experto en robar días, aquellos mismos que podría dedicar a quienes un segundo puede ser el más preciado tesoro.

Sucede que a veces el silencio es hambre: tan crudo como el dolor y tan frío como el odio mismo. Pareciera ser un parásito que llega para exprimir hasta lo que no hay, obligando a reducir lo que somos a la simple condición de “donde estamos”. Ese mismo parásito que hace que la vida se reduzca a adaptarnos a una situación, alienando la posibilidad de crear e -incluso- despojándonos de la convicción de creer en que podemos crear el hombre que queremos ser.

Es la ausencia de ese crear la que alimenta mi vacío, la que acusa sin tapujos mi indiferencia, la que desnuda sin pudores mi quietismo débil y conformista. Me obliga a moverme, a caminar, a hablar, a denunciar, a redefinir hasta mis convicciones más profundas. Fue difícil entender de dónde llegaba aquel vacío, pero al comprenderlo todo se vuelve más claro y tus acciones buscan finalmente ser consecuentes con tus palabras.

Todo es nada si entendemos que todo depende de donde lo mires. Porque lo que pensamos muchas veces forma parte de un pensamiento que repetimos por inercia, sin detenernos a entender eso mismo que decimos. Porque lo que pensamos muchas veces es lo que piensan y lo que quieren hacernos pensar.

Decir pobreza hoy ha dejado de ser sólo necesidades básicas insatisfechas y, al mismo tiempo, es esto la totalidad de su condición. Las diferencias económicas han sido sustento de una construcción sociocultural y simbólica, que ubicó a quienes se encuentran en situación de pobreza en una condición de “ser” discursiva y hegemónicamente determinada. Así, despojados de la posibilidad de construir su imagen en la interacción con los demás, deben destruir primero aquello que los condiciona: el estereotipo con el que se los señala. El “negro”, el “vago” y el “choro” son los perfiles perfectos para reducir toda una problemática social.

Pero me animo a preguntarme, y les pregunto:
¿Qué harías si te dijeran quien eres sin siquiera conocer tu rostro?
¿Qué sentirías si condenan lo que “haces” sin haberlo hecho?
¿Cómo vivirías si fueras ladrón sin haber robado?
¿Son lo que creemos o creemos lo que no son?
¿Realidad o construcción?
¿Nacer iguales y morir diferentes?

Hemos hecho de la pobreza no sólo una carencia material sino también una condena social. Cada segundo, estómagos de millones de niños aguardan una sobra de algo o de alguien, al tiempo que millones de caras son víctimas del estigma de la portación de rostros. No es sólo cuestión de dinero, pues la inclusión y la integración no pueden comprarse ni siquiera por la billetera más gorda.

Mucho se habla de la inseguridad que se experimenta hoy en día, pero poco se discute sobre la situación de inseguridad que padecen las familias en condición de pobreza extrema. Mucho se dice sobre los temas que nos afectan, pero poco sobre los asuntos que nos competen resolver. Será cuestión de que entendamos que esta construcción polarizada de la sociedad es lo que genera inseguridad: que se aíslen los que más tienen en un country y que se aíslen los que menos tienen en una villa.

Ojalá sean muchos a los que un vacío inquieto les quite el sueño, y ojalá sean muchos los que decidan buscar llenarlo.
on jueves, 11 de febrero de 2010
Romper el silencio

Cansados de no escuchar mucho, y hasta por momentos, cansados de no oír nada.
Así empezamos: cansados. Porque en definitiva el cansancio es la intolerancia de aquello que se repite a nuestro alrededor; la insatisfacción de una presencia, y en casos como éste, la insatisfacción de una ausencia.

Ojo: que el ruido no nos confunda. Son las palabras las que pueden romper al silencio con propósito, porque ellas esconden la potencialidad de ser mensajes en un mundo de tanto sonido y poco sentido.

¿Resignados? Sí. A que no hay otra forma. A que no hay método posible que no sea el hacer, el crear, el transformar. A que formamos parte. A que no podemos escapar ni volvernos sordos.

Dejamos de ser inocentes para ser cómplices. Porque nuestro silencio se vuelve mensaje para muchos, mensaje de ausencia, y ausencia que sigue reforzando una única forma de ver, sentir y hacer las cosas. El dolor no limpia la conciencia. La lástima no cambia los hechos.

Miremos a nuestro alrededor y animémonos a contar cuántas cosas son lo que no deberían ser y sin embargo son. Allí están, perdurando sin confrontación, perpetuándose con una guardia mínima de resistencia. En el medio, la ilusa creencia de que todo es como es: absoluto, irreversible, eterno.

Por momentos estalla una esquizofrenia aguda y los hechos prolongan lo que las palabras denuncian. En ese sin sentido todo se vuelve inválido, porque la palabra que no genera hechos se corrompe a sí misma. Se roba su propia licencia para gestar cambios, y vaga tan débil como insulsa.

Palabras que matan silencios
no es más que el resultado de la intolerancia, del cansancio de que lo poco sea todo. En el rincón entre donde estamos y donde queremos estar viven los sueños, y empujan para que el hoy se parezca lo más posible a ese mañana. Así, nuestro presente puede llenarse de tantas fantasías como estemos dispuestos a alcanzar, y llegar tan lejos como nos animemos a llegar.
Será cuestión de que nos animemos a oír, para que las palabras germinen en nuestras mentes, y nos animemos a hablar, para que nuestra voz…, sea finalmente semilla.

Los invitamos a que nos acompañen en este desafío, y a que construyan con nosotros aquello que queremos ver construido.

Romina – Danilo