Apenas
pasaba los diez años y ya soñaba con ser actor.
Lo
comprobaba en cada acto escolar, sintiendo una adrenalina inexplicable cada vez
que la ocasión me ameritaba un buen disfraz de gaucho o de patriota en el
legendario 25 de mayo.
De a
ratos me proponía llegar a ser intendente, vestir de traje y tener altas pilas
de papeles por firmar. Entrar y salir de reuniones, dar discursos, hablar mucho
por teléfono, salir en la tele.
A veces
mi imaginación se daba más licencias y recorría mundos que sólo para mí
parecían posibles. Ahí es cuando me empecinaba en saltar de tapiales esperando
volar o cuando corría con los puños cerrados y las manos adelante como el
superhéroe que pensaba que era.
Después,
claro, llegaron las fantasías con el tenis y ahí me veía, en medio de un
estadio repleto, con mis medias manchadas del rojo del polvo de ladrillo, y mis
manos en alto, saludando y agradeciendo la ovación.
Pase
por la etapa del abogado justiciero, del escritor, del psicólogo complejo y
rebuscado.
Pase
por tantas profesiones y aventuras que sería imposible recordarlas. Pero no es
lo que importa. Lo que importa no es lo que quería ser sino lo que era: un niño
que soñaba. La niñez era soñar y ésa era mi única historia sobre la niñez.
Un día
vino a mi casa un chico del barrio, de esos que pocas veces se sumaban a la
banda de la cuadra a jugar a la escondida o a la pelota. Era un año más chico
que yo, pero créanme que su madurez no era propia de su edad. Estaba
sorprendido; no era común verlo ahí, entre nosotros. No sabía nada de él, sólo
que era un bicho raro que no encajaba en mi historia sobre la niñez.
Lo
invité a jugar, dubitativo, pero prefirió quedarse parado a la par de su papá
que conversaba con varios vecinos más, en las típicas rondas de mate de la cuadra.
Seguía sin entender, pero tampoco me esforzaba demasiado en comprenderlo.
Pasaron
un par de horas y como toda tarde de verano llegaba el momento de ir al quiosco
de la vuelta a comprar el esperado helado palito. Todos corrimos a nuestros
padres a buscar las monedas (en ese tiempo bastaban sólo un par de monedas)
para ir en búsqueda de nuestro helado. Casi por obligación y para no quedar
mal, lo invité a que nos acompañara y disfrutara con nosotros el momento que
esperábamos todos desde la siesta.
“¿Vamos
a tomar un helado?”, le dije mostrándome como todo un niño bueno y comprensivo.
Me miró
y, como reafirmando mi percepción de bicho raro, agachó la cabeza indicando que
no. No lo podía entender. Que no juegue con nosotros, que no salga demasiado
durante la siesta, que no se despegue del padre, todo podía llegar a
entenderlo; pero que no quiera un helado palito de crema escapa de toda
comprensión posible.
Ante mi
cara de desconcierto, mi mamá insistió nuevamente. Le dijo que vaya, que ella
me había dado dos monedas y que con eso nos alcanzaría para comprar dos
helados. Lo miré sonriendo y con mis ojos abiertos como diciéndole que el
problema que le impedía ir ya estaba solucionado. Pero no, el problema seguía.
El
chico raro se dio vuelta, miró a su papá y, entre timidez y desconcierto, le
preguntó:
“¿Qué
es el helado?”.
Acaba
de escuchar la cosa más extraña que nunca antes había oído. Miré a la mamá de
otro amigo del barrio y sus ojos empañados de lágrimas me dieron a entender que
no era oportuna la carcajada que estaba por largar. Seguí sin entender y,
seguramente, pasó tiempo hasta que pude comprender el peso de esa respuesta.
El
problema no era el helado; el problema era que había conocido al primer chico
al que no podía encajar en ningún personaje de mi única historia sobre la
infancia.
Fue a
partir de ahí cuando comencé a conocer una nueva historia; aquella que tiene
que ver con los niños pero no con mi relato de niñez. Una historia con pocos
juegos y demasiadas responsabilidades para tan pocos años, una historia de
madurez forzada por las circunstancias, una historia sin tiempo para
superhéroes voladores.
Pasó mi
infancia y mi adolescencia me veía decidiendo qué hacer después del ansiado
viaje a Bariloche: se terminaba el secundario y era necesario continuar
estudiando. Hacía tiempo ya que el periodismo era para mí una vocación y terminó
siendo finalmente la mejor opción. Decidí estudiar esa carrera motivado con
trabajar en radio o en televisión, quizás en un diario, pero siempre dentro de
algunos de los grandes medios de los que todos hablaban. Por ese entonces, mi
única historia sobre el periodismo eran
los medios. No podía pensar en otra cosa que no sean los grandes noticieros
cada vez que hablaba de periodismo.
Llegué
a la facultad y durante el primer año mi historia siguió siendo la misma; mi
aspiración y mi admiración hacia los grandes medios aumentaba cada vez que
tomaba contacto con una cámara o un micrófono.
Sin
embargo, en segundo año todo cambió. No sólo comencé a descubrir que había otra
historia sobre el periodismo, sino que esa otra historia era la que
verdaderamente quería contar. Entonces comprendí que el periodismo no se reduce
a los medios y que el “periodismo” de los medios no era el que despertaba en mí
pasión y vocación. Una única historia había conocido sobre mi profesión y esa
única historia limitaba mi horizonte.
Entonces
todo fue diferente a partir de allí. Ya había entendido que mi vida se componía
de historias únicas, relatos que narran una sola visión de las cosas, que miran
todo desde un único punto de vista. Comprendí que conocerme a mí mismo
implicaría descubrir qué otras historias encerraba el mundo, encerraba mi
profesión… y encerraba mi vida.
Me pare
a mitad del cuento y empecé a mirar a los costados. Vi el camino que había
transitado, las decisiones que había asumido, los lugares en los que había
estado. Detuve el curso de la historia y me vi a mi mismo.
Me
habían contado una historia sobre la vida y esa historia, que no me era propia,
era -sin embargo- mi única historia sobre la vida. De repente me vi, entonces,
asumiendo esa vida, persiguiendo metas que no me pertenecían, buscando un lugar
en el que, lejos de hallarme, me perdía.
¿Cuál
es la verdadera historia sobre mi vida? Esa fue mi pregunta, y el cuento empezó
de nuevo.
Descubrir
nuevas historias es animarse a mirar el mundo desde lugares distintos, desafiar
lo conocido y atreverse a darle nuevos sentidos. Las historias únicas
aprisionan el descubrimiento y estancan la vida; son el cuento que no se cuenta
sino que se reproduce, se repite, reincide siempre igual a sí mismo. Son
historias que no se viven porque se obedecen.
Las
únicas historias son las que ocultan otras historias, y esas otras historias
son las que liberan cuando algún narrador se anima y decide contarlas.
Texto inspirado en el video de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie.
3 comentarios:
Hermoso relato amigo mio, hay que escribir un libro!si...si...vos mientras seguí practicando que te sale bastaaaaante bien! te adoro!
Dani, que increible es leerte, llega al alma...las unicas historias son las que guardan otras historias...me sentaria a tu lado y te contaria tantas. Es un placer ser tu lectora. Un verdadero placer.
Que lindo dani!!! es hermoso lo que escribiste y muy a menudo me pongo a pensar en casos similares, algunos que imagino y otros que conozco!!!
Deberiamos proponer algun taller en nuestra querida escuela de primaria para que ningun niño se quede sin la posibilidad de disfrutar una infancia feliz, fomentando la lectura y la escritura creativa,intentando perpetuar cada historia, las que ocultan otras historias.
Siempre me preocupó el presente, el pasado y el futuro de muchos chicos del Santiago del Estero, creo que sabes por que lo digo..No se, se me ocurrió que capaz algún día podíamos hacer algo para revertir, aunque sea minimamente ciertas historias no tan felcies!
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