Cuéntame otra historia

on martes, 22 de mayo de 2012



Apenas pasaba los diez años y ya soñaba con ser actor.

Lo comprobaba en cada acto escolar, sintiendo una adrenalina inexplicable cada vez que la ocasión me ameritaba un buen disfraz de gaucho o de patriota en el legendario 25 de mayo.

De a ratos me proponía llegar a ser intendente, vestir de traje y tener altas pilas de papeles por firmar. Entrar y salir de reuniones, dar discursos, hablar mucho por teléfono, salir en la tele.

A veces mi imaginación se daba más licencias y recorría mundos que sólo para mí parecían posibles. Ahí es cuando me empecinaba en saltar de tapiales esperando volar o cuando corría con los puños cerrados y las manos adelante como el superhéroe que pensaba que era.

Después, claro, llegaron las fantasías con el tenis y ahí me veía, en medio de un estadio repleto, con mis medias manchadas del rojo del polvo de ladrillo, y mis manos en alto, saludando y agradeciendo la ovación.

Pase por la etapa del abogado justiciero, del escritor, del psicólogo complejo y rebuscado.

Pase por tantas profesiones y aventuras que sería imposible recordarlas. Pero no es lo que importa. Lo que importa no es lo que quería ser sino lo que era: un niño que soñaba. La niñez era soñar y ésa era mi única historia sobre la niñez.

Un día vino a mi casa un chico del barrio, de esos que pocas veces se sumaban a la banda de la cuadra a jugar a la escondida o a la pelota. Era un año más chico que yo, pero créanme que su madurez no era propia de su edad. Estaba sorprendido; no era común verlo ahí, entre nosotros. No sabía nada de él, sólo que era un bicho raro que no encajaba en mi historia sobre la niñez.

Lo invité a jugar, dubitativo, pero prefirió quedarse parado a la par de su papá que conversaba con varios vecinos más, en las típicas rondas de mate de la cuadra. Seguía sin entender, pero tampoco me esforzaba demasiado en comprenderlo.

Pasaron un par de horas y como toda tarde de verano llegaba el momento de ir al quiosco de la vuelta a comprar el esperado helado palito. Todos corrimos a nuestros padres a buscar las monedas (en ese tiempo bastaban sólo un par de monedas) para ir en búsqueda de nuestro helado. Casi por obligación y para no quedar mal, lo invité a que nos acompañara y disfrutara con nosotros el momento que esperábamos todos desde la siesta.

“¿Vamos a tomar un helado?”, le dije mostrándome como todo un niño bueno y comprensivo.

Me miró y, como reafirmando mi percepción de bicho raro, agachó la cabeza indicando que no. No lo podía entender. Que no juegue con nosotros, que no salga demasiado durante la siesta, que no se despegue del padre, todo podía llegar a entenderlo; pero que no quiera un helado palito de crema escapa de toda comprensión posible.

Ante mi cara de desconcierto, mi mamá insistió nuevamente. Le dijo que vaya, que ella me había dado dos monedas y que con eso nos alcanzaría para comprar dos helados. Lo miré sonriendo y con mis ojos abiertos como diciéndole que el problema que le impedía ir ya estaba solucionado. Pero no, el problema seguía.

El chico raro se dio vuelta, miró a su papá y, entre timidez y desconcierto, le preguntó:

“¿Qué es el helado?”.

Acaba de escuchar la cosa más extraña que nunca antes había oído. Miré a la mamá de otro amigo del barrio y sus ojos empañados de lágrimas me dieron a entender que no era oportuna la carcajada que estaba por largar. Seguí sin entender y, seguramente, pasó tiempo hasta que pude comprender el peso de esa respuesta.

El problema no era el helado; el problema era que había conocido al primer chico al que no podía encajar en ningún personaje de mi única historia sobre la infancia.

Fue a partir de ahí cuando comencé a conocer una nueva historia; aquella que tiene que ver con los niños pero no con mi relato de niñez. Una historia con pocos juegos y demasiadas responsabilidades para tan pocos años, una historia de madurez forzada por las circunstancias, una historia sin tiempo para superhéroes voladores.

Pasó mi infancia y mi adolescencia me veía decidiendo qué hacer después del ansiado viaje a Bariloche: se terminaba el secundario y era necesario continuar estudiando. Hacía tiempo ya que el periodismo era para mí una vocación y terminó siendo finalmente la mejor opción. Decidí estudiar esa carrera motivado con trabajar en radio o en televisión, quizás en un diario, pero siempre dentro de algunos de los grandes medios de los que todos hablaban. Por ese entonces, mi única historia sobre el periodismo  eran los medios. No podía pensar en otra cosa que no sean los grandes noticieros cada vez que hablaba de periodismo.

Llegué a la facultad y durante el primer año mi historia siguió siendo la misma; mi aspiración y mi admiración hacia los grandes medios aumentaba cada vez que tomaba contacto con una cámara o un micrófono.
Sin embargo, en segundo año todo cambió. No sólo comencé a descubrir que había otra historia sobre el periodismo, sino que esa otra historia era la que verdaderamente quería contar. Entonces comprendí que el periodismo no se reduce a los medios y que el “periodismo” de los medios no era el que despertaba en mí pasión y vocación. Una única historia había conocido sobre mi profesión y esa única historia limitaba mi horizonte.

Entonces todo fue diferente a partir de allí. Ya había entendido que mi vida se componía de historias únicas, relatos que narran una sola visión de las cosas, que miran todo desde un único punto de vista. Comprendí que conocerme a mí mismo implicaría descubrir qué otras historias encerraba el mundo, encerraba mi profesión… y encerraba mi vida.

Me pare a mitad del cuento y empecé a mirar a los costados. Vi el camino que había transitado, las decisiones que había asumido, los lugares en los que había estado. Detuve el curso de la historia y me vi a mi mismo.

Me habían contado una historia sobre la vida y esa historia, que no me era propia, era -sin embargo- mi única historia sobre la vida. De repente me vi, entonces, asumiendo esa vida, persiguiendo metas que no me pertenecían, buscando un lugar en el que, lejos de hallarme, me perdía.

¿Cuál es la verdadera historia sobre mi vida? Esa fue mi pregunta, y el cuento empezó de nuevo.

Descubrir nuevas historias es animarse a mirar el mundo desde lugares distintos, desafiar lo conocido y atreverse a darle nuevos sentidos. Las historias únicas aprisionan el descubrimiento y estancan la vida; son el cuento que no se cuenta sino que se reproduce, se repite, reincide siempre igual a sí mismo. Son historias que no se viven porque se obedecen.

Las únicas historias son las que ocultan otras historias, y esas otras historias son las que liberan cuando algún narrador se anima y decide contarlas. 

                                    Texto inspirado en el video de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie. 

3 comentarios:

Las aventuras de Teo dijo...

Hermoso relato amigo mio, hay que escribir un libro!si...si...vos mientras seguí practicando que te sale bastaaaaante bien! te adoro!

Karina Kilic Event Planners dijo...

Dani, que increible es leerte, llega al alma...las unicas historias son las que guardan otras historias...me sentaria a tu lado y te contaria tantas. Es un placer ser tu lectora. Un verdadero placer.

La Mandrágora dijo...

Que lindo dani!!! es hermoso lo que escribiste y muy a menudo me pongo a pensar en casos similares, algunos que imagino y otros que conozco!!!
Deberiamos proponer algun taller en nuestra querida escuela de primaria para que ningun niño se quede sin la posibilidad de disfrutar una infancia feliz, fomentando la lectura y la escritura creativa,intentando perpetuar cada historia, las que ocultan otras historias.
Siempre me preocupó el presente, el pasado y el futuro de muchos chicos del Santiago del Estero, creo que sabes por que lo digo..No se, se me ocurrió que capaz algún día podíamos hacer algo para revertir, aunque sea minimamente ciertas historias no tan felcies!

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